Elisabeth Cunin – IRD
Tradicionalmente insertados en una problemática nacional que ignora las diferencias a nombre del igualitarismo republicano, pero al mismo tiempo relegados al estatuto de ciudadanos de segunda clase, los individuos negros estaban, hasta 1991, en la imposibilidad de afirmarse como otros, en un proceso que los abriría el camino del reconocimiento de su diferencia cultural. Así, no es sorprendente notar que el término de “invisibilidad” usado por la antropóloga Nina S. de Friedemann, pionera en materia de estudios de las poblaciones negras en Colombia, es objeto de un consenso general: considera de hecho que toda forma de contribución negra a la sociedad colombiana ha sido sistemáticamente ignorada. La historia de Colombia es presentada como una historia de la negación de la diferenciación racial, primero a través de la esclavitud, luego a través del mestizaje o del egalitarismo republicano. “La invisibilidad que como lastre el negro venia sufriendo en su calidad humana e intelectual desde la colonia quedo así plasmada en el reclamo de un americanismo sin negros” (1992: 28). Se introduce así una ruptura radical entre la época anterior a 1991 (o 1993 con la introducción de la ley 70) y la posterior; la llegada de la era multicultural permitiendo la “salida de la invisibilidad” y el proceso -aún deficiente- de reconocimiento de la diferencia. De un día a otro, las categorías heredadas de la época colonial debían desaparecer para ser reemplazadas por las del multiculturalismo, basadas en una concepción territorial y culturalista de la identidad: así fue como el negro se convirtió en afrocolombiano o afrodescendiente, la raza en etnicidad, el color de la piel en cultura.
Pero estos cambios, promovidos por una elite étnica, legitimados por los científicos, instrumentalizados por los políticos, introducen una nueva representación que no rompe con procesos más viejos de designación y calificación del otro. Es más: la nueva lógica multicultural, ocultando el papel de “lo negro” en la construcción de la identidad nacional, tiende a minorar la permanencia de formas de discriminación ligadas a los prejuicios raciales. No basta hablar de etnia afrocolombiana, no basta proclamar el multiculturalismo para suprimir mecanismos cognitivos y sociales de percepción del otro que encuentran su origen en la esclavitud. En este artículo intentaré mostrar que la organización social de Cartagena se basa en la jerarquía racial y en la omnipresencia de los prejuicios raciales, y comprender por qué el racismo no ha sido pensado y no aparece en la agenda política y científica de la ciudad.
¿Cuál invisibilidad?
Quisiera regresar sobre el concepto de “invisibilidad”, movilizado como una evidencia para describir el estatuto de las poblaciones negras antes de 1991. Esta noción esconde una presencia múltiple de la categoría negro, por cierto inferiorizado y marginalizado, pero necesario en el proceso de construcción de una identidad nacional que se define en oposición a lo negro. La identidad nacional nace precisamente en la tensión irresuelta entre homogeneidad y heterogeneidad, entre inclusión y exclusión. Lo negro no es invisible; al contrario, siempre ha sido presente en la representación nacional: desde el sacerdote jesuita Alonso de Sandoval (Sandoval, 1987), que vivió en Cartagena durante la primera mitad del siglo XVII – la época más fuerte de la trata de esclavos – y dejó en Un tratado sobre esclavitud, el primer ensayo antropológico, histórico y teológico sobre la suerte, el estatuto y la salud de los esclavos, hasta Simón Bolívar (Bolívar, 1979), que revela en sus cartas la ambigüedad que está en el corazón del movimiento de Independencia, entre la aspiración a una nación mestiza y la conservación de los privilegios de las castas, pasando también por Francisco José de Caldas (Caldas, 1966), padre de la geografía colombiana que se inspira en el racionalismo científico de la Europa del siglo XIX para explicar, a partir de las leyes de la naturaleza, las diferencias entre las razas.
El paradigma de la “invisibilidad”, haciéndonos olvidar la omnipresencia y multiplicidad, en la historia del país, de las categorizaciones de lo negro bajo formas de referencia a la raza, a la casta, al color, a la ascendencia, etc., nos hace olvidar también la omnipresencia y multiplicidad de las formas de discriminación y rechazo de lo negro.
Como ejemplo de la ambigüedad del concepto de “invisibilidad”, se puede hacer referencia a la presentación de Pedro Claver, particularmente en la iglesia que lleva el mismo nombre, en el centro histórico de Cartagena: “La visita a este lugar debe tener un profundo sentido espiritual, ya que estamos ante el ejemplo de un hombre extraordinario, quien con su trabajo a favor de los más pobres y explotados, santificó el territorio de Colombia”. Esta reconstrucción etnocéntrica de la historia lleva a la minoración de las consecuencias negativas de la esclavitud y a una concepción paternalista de las relaciones raciales. Es más, lo negro no aparece como un actor y se rescata solamente el papel del Santo; la historia está hecha por la parte blanca de la población y escrita para valorar el papel de los más blancos.
La historia de San Pedro Claver, “esclavo de los esclavos”, logra realizar lo imposible: presentar la época esclavista de Cartagena sin hablar de sus principales actores, los esclavos. El relato sobre Cartagena – y sobre Colombia – no construye una memoria común, incluyente, que permita a cualquier persona reconocerse en una historia minima compartida. La violencia simbólica, para retomar la palabra de Bourdieu, de tal representación es que impone la visión hegemónica de una minoría como si fuera la expresión de la identidad nacional que el pueblo, ya sea la mayoría, no podría compartir por su carencia de cultura o de inteligencia (pero de la cual se esta acercando, gracias al mestizaje entendido como blanqueamiento). Sin embargo, el hecho que la fuente de los relatos haya sido monopolizada no significa que otros actores – los negros, los indígenas, las mujeres – no hayan tenido un papel importante en la historia e, incluso, en el imaginario relacionado con la identidad nacional. Dicho de manera sencilla: Pedro Claver no hubiera sido santo sin la presencia de las pobres victimas que ayudó, no hubiera sido “esclavo de los esclavos” sin los esclavos. En la misma iglesia de San Pedro Claver, todos los cuadros muestran al padre ocupando siempre el espacio central; pero a su lado también están los esclavos. Para definirse y justificarse, el discurso de la identidad necesita al otro, como encarnación de la diferencia entre “nosotros” y “ellos”.
Las contradicciones de esta situación fueron subrayadas por Bernard Lavallé en términos de coexistencia de un rechazo y de una movilización del mestizaje (Lavalle, 1992). Los criollos americanos que luchaban por su libertad, tenían un doble discurso: contra los blancos de la metrópoli, se definen como americanos, portadores de una herencia triple, europea, indígena y africana; al mismo tiempo, vuelven a ser españoles cuando buscan preservar sus privilegios frente a las castas. En estas dos identidades, aparentemente contradictorias y opuestas, se encuentra la ambigüedad del movimiento de Independencia y de emergencia de las naciones latinoamericanas en relación con las diferencias raciales, a la vez reivindicación de igualdad y reafirmación de las jerarquías raciales, homogeneidad y heterogeneidad. Así no se puede hablar exclusivamente de un proceso de negación de lo negro, sino de exclusión/asimilación, de rechazo/aceptación como categoría que existe aunque deba desaparecer a través del proceso de blanque
amiento: para asimilar el proyecto de construcción nacional al del blanqueamiento, se necesitan negros para “civilizarlos”
¿Quien habla de “invisibilidad”?
Uno tiene que invertir el orden de las preguntas: no tanto ¿como salir de la “invisibilidad” de lo negro en la representación colectiva antes de 1991?, sino ¿porqué un énfasis tan grande, en los discursos actuales, en el concepto de “invisibilidad” y, en consecuencia, en la ruptura introducida por las políticas multiculturales?
La afirmación del multiculturalismo y la reciente introducción de la categoría étnica se realizó gracias a la convergencia entre los intereses de varios actores, étnicos, políticos y antropológicos. Para justificar sus nuevos discursos y estatutos, han tenido que minorar el papel de los negros en la narrativa nacional para reemplazar esta ultima por una nueva representación que vuelva a dar a los afrocolombianos -y no a los negros- su “verdadero” lugar. Esta presentación tiene consecuencias hoy en día: legitima, en lo político, la afirmación del multiculturalismo y la existencia de un sistema de discriminación positiva; acompaña, en lo científico, el proceso de rescate de las herencias africanas, de búsqueda de las “huellas de africanía”.
La “invisibilidad”, lejos de significar ausencia de categorizaciones raciales, corresponde primero que todo al desconocimiento -popular y científico- de los criterios de definición tal como aparecen con la introducción del multiculturalismo. Así pues, la etnicidad no emerge sino hasta los años ochenta y noventa, pero la producción y la gestión de las categorías de alteridad han sido procesos estructurantes de la historia de la sociedad colombiana. De cierta forma, la “invisibilidad”, corresponde, antes que nada, a la ausencia de prácticas y discursos que respondan a los criterios etnicistas definidos por el multiculturalismo naciente. La etnicidad, en tanto que nueva categoría, se convierte en una identidad diferencial que justifica la emergencia de “lideres afrocolombianos”, en una herramienta política que permite el nacimiento de una “sociedad multicultural” y en un objeto que legitima un análisis científico específico (y que da lugar a los “estudios afrocolombianos”). Aparece hoy una nueva forma de violencia simbólica que universaliza categorías construidas afuera y en contextos sociales diferentes (Bourdieu y Wacquant, 1998). En este sentido, más que una realidad histórica, la “invisibilidad” es un producto del discurso multiculural.
El mestizaje como jerarquía socio-racial
Como lo señala Lavallé -y varios otros autores- la ambigüedad del lugar del negro y de las relaciones interétnicas e inter-raciales en América latina remite al papel del mestizaje. La América latina mestiza es presentada como un símbolo de armonía socio-racial que se opondría al modelo norteamericano de segregación, como un ejemplo de integración exitosa de poblaciones con culturas y orígenes diferentes. Y de tanto insistir en esta especificidad mestiza, de considerar la homogeneización racial como un proceso histórico inevitable, se llegaría al punto de observar América latina de un solo color, como si el negro y el blanco estuvieran ausentes de la paleta. En realidad, mestizaje no significa ausencia de racismo: supone una mezcla de discriminación e integración apoyada en el uso social de las categorías raciales, más no su desaparición. El mestizaje no impide el racismo contra lo más negro y la valorización de lo más blanco. El eslogan “todos somos mestizos”, repetido a menudo como prueba de igualitarismo racial, no basta para olvidar que el mestizaje obedece a una lógica completamente diferente según el lugar ocupado en la gama de colores: de un lado, significa satisfacción de un deseo sexual o una fascinación física (Viveros, 2002) y del otro, búsqueda de promoción social a través del blanqueamiento. Es necesario estar atentos al carácter heterogéneo de un proceso del cuál, generalmente, se privilegia únicamente el resultado homogeneizante. No sólo la población “negra” ocupa los grados inferiores de la jerarquía social, sino además su movilidad está fuertemente limitada. Entre tanto, al lado opuesto de la escala social, la elite es conformada por un grupo extremadamente cerrado que se reproduce a partir de una lógica endogámica.
Más allá del antagonismo entre los modelos de Estados Unidos y de América Latina , el caso colombiano incita a conciliar los contrarios: segregación y armonía, heterogeneidad y homogeneidad, discriminación y asimilación. Que Mauricio Solaún y Sidney Kronus (1973) hayan titulado su estudio de las relaciones raciales en Cartagena como Discrimination Without Violence (Discriminación sin violencia), es revelador: es necesario entender la combinación, aparentemente contradictoria, entre integración y discriminación. Su punto de partida, anotado desde el prefacio, remite implícitamente al marco teórico norteamericano abierto por la corriente de las relaciones raciales. Su formulación gira efectivamente en torno a la existencia de una discriminación racial que no engendra violencia racial, contrariamente al modelo norteamericano, donde las tensiones raciales han alcanzado un nivel muy elevado. El análisis se basa en el concepto de “sistema racial infundido” -infused racial system-, caracterizado por la “infusión” del mestizaje a todos los niveles de la estructura de clases (Solaún y Kronus, 1973: VIII – IX). Aquí, el mestizaje es un dato fundamental de análisis, que no impide poner el acento sobre la polarización racial en ambos extremos de la jerarquía: “En primer lugar, y he aquí lo más importante, está el hecho de que las personas de cierto color -los mestizos- se encuentran en todas las clases. Lo segundo es que sólo los polos opuestos de la estructura de clases están racialmente segmentados; es decir que, virtualmente, no hay negros entre la elite, y prácticamente, no hay blancos entre las clases inferiores” (Solaún y Kronus, 1973: 106).
Un análisis que gire en torno al concepto de la asimilación no es realmente pertinente en Cartagena: el “negro” y el “mulato” están integrados a la sociedad colombiana. El racismo está inscrito en las relaciones sociales. Los interrogantes deben desplazarse hacia el conocimiento del lugar que los “negros” ocupan y hacia cómo el factor racial interviene en su definición. El color, aún siendo un marcador físico, no es completamente indeleble; sin embargo, al ser socialmente definido no permite toda clase de manipulaciones y adaptaciones. Así mismo, su producción y percepción obedecen a determinadas reglas, que no son solamente individuales. Aunque el mestizaje ofrece la posibilidad de jugar con las categorías raciales, la polarización racial -y sus presupuestos biológicos- condiciona esta posibilidad.
De la “raza negra” a la “etnia afrocolombiana”
Con base en lo anterior, podemos interpretar la debilidad de organizaciones políticas afrocolombianas en Cartagena, mientras que, en el resto del país, se han desarrollado movimientos étnicos reclamando su derecho a la diferencia. Resulta más fácil escapar al estigma haciéndose pasar como “menos negro que el otro”, en el discurso y en la práctica, en lugar de militar a favor de una hipotética “causa negra”. El cartagenero, al disociarse del más negro, dirige el peso del racismo hacia otro, presente o imaginario. En una sociedad donde las relaciones sociales son formales, o más bien formalizadas, donde el blanco y el negro ocupan una posición concebida dentro de un sistema paternalista, el mulato o el mestizo no ocupan ni posee un lugar específico, sino que tienen la facultad de moverse de un status a otro. Aquí, la movilidad social no es conflictiva, puesto que, por definición, el mulato es quien está siempre en movimiento. En un espacio limitado, social y racialmente, por los dos polos del negro
y el blanco . Finalmente, no es la existencia del mestizaje en tanto que paradigma de una sociedad igualitaria lo que favorece la atenuación del estigma como sí la posibilidad de encontrar alguien más “negro” que uno.
Sin embargo, el discurso multicultural, construido a nivel internacional y nacional, no deja de tener consecuencias en Cartagena. Primero porque favorece la emergencia de un nuevo relato sobre la ciudad, que intenta sustituirse al mito de la democracia racial y necesita hablar de “invisibilidad” para justificar su lucha por la “visibilización”; segundo porque tiende a eludir el tema del racismo, reemplazando las categorías raciales por las categorías étnicas.
Como lo afirma Jesús Martín-Barbero, “no existe identidad sin narración ya que ésta no es sólo expresiva sino constitutiva de lo que somos” (Martín-Barbero, 2002: 12): de hecho, aparece hoy otro relato sobre la ciudad que hace énfasis en la diferencia, en la lógica abierta por la nueva constitución, y justifica las reivindicaciones de un nuevo actor étnico. Mientras que el relato tradicional sobre la ciudad se expresaba a través del personaje de San Pedro Claver, esta segunda imagen insiste en el papel de Benkos Biohó. Al mítico fundador del Palenque de San Basilio se le dedicó una estatua en el nuevo Parque de la Constitución (o Parque Apolo), inaugurado en 1991 en el barrio El Cabrero, en homenaje a la Constitución de 1886. En compañía de Pedro Zapata de Mendoza, primer gobernador de Cartagena (y también primer proveedor de esclavos en gran escala de la Colonia), y de Carex, símbolo de los indígenas de la costa, se supone que la trilogía glorifica el carácter pluriétnico de Colombia, expresado por la nueva Constitución. Benkos Biohó aparece como el “caudillo negro [que] defendió su libertad hasta la muerte”. Los palenques y los cimarrones son vistos como los primeros que lucharon por la libertad en las Américas, como los guardianes de sus especificidades y riquezas culturales en un movimiento de construcción del pasado que tiende a asimilar, en un relato que se vuelve igualmente excluyente, negro a cimarrón.
Pero esta presentación introduce una frontera y, a veces, una barrera histórica, cultural y –ahora- política entre los que se reclaman de un pasado de cimarronaje y el resto de la población negra, mulata o mestiza, que no puede identificarse con este pasado de resistencia cimarrona. Cuando los principales líderes del nuevo movimiento de etnicización hacen un llamado para eliminar del lenguaje cotidiano y científico el término “negro” y remplazarlo por el de “afrocolombiano ”, ¿no suponen entonces que la etnicidad podría sustituir a las categorías locales en lugar de adherirse a ellas? La inversión de la significación relacionada con el negro a través de su transformación en afrocolombiano, la transición de la raza -identificada por el color- a la etnicidad -definida por la pertenencia cultural y el proyecto político- ¿no conllevan a minorar la permanencia de los estereotipos relacionados con las apariencias y a imponer una categorización sin significado para la mayoría de la población?
Un primer límite de este proceso es que termina por crear nuevas formas de exclusión: su lógica no es la de excluir para conservar la identidad de un grupo dominante, sino la de excluir para conservar las particularidades culturales de la minoría . Los diferentes actores cuyas prácticas dependen de una concepción específica de la etnicidad, contribuyen con sus acciones y discursos a producir, difundir y normalizar tal visión, dándole así el estatuto de modelo legítimo y confiriéndole un cierto grado de realidad social. Para Bourdieu, el discurso sobre la etnicidad es performativo en la medida en que instituye al grupo étnico dibujando los contornos de la etnicidad: “las clasificaciones prácticas siempre están subordinadas a funciones prácticas y orientadas hacia la producción de efectos sociales (…). El acto de categorización, cuando consigue hacerse reconocer o cuando es ejercido por una autoridad reconocida, ejerce poder por sí mismo: las categorías “étnicas” o “regionales”, al igual que las categorías de parentesco, instituyen una realidad usando el poder de revelación y de construcción ejercido por la objetivación en el discurso” (Bourdieu, 1980: 65-66. Texto en itálica resaltado por la autora). Se objetiva un modelo de etnicidad que se impone al adquirir autonomía respecto de las condiciones particulares en las que nació y que impide el reconocimiento de quienes no lo comparten. Así, en nombre de la integración en una nación multicultural, el proceso de etnicización conduce a la doble exclusión de la población negra: una primera vez por su exclusión de la igualdad democrática, una segunda vez por su exclusión del derecho a la diferencia. Una primera vez porque es negra (en términos raciales), una segunda vez porque no es suficientemente negra (en términos étnicos).
Pero la introducción del multiculturalismo tiene otra consecuencia, menos percibida: cambiando el modelo de la identidad nacional de la homogeneización a la diferencia, de la asimilación al respeto de los particularismos, elimina al mismo tiempo el antiguo modelo de la agenda política e intelectual. El débil impacto de las políticas multiculturales en Cartagena es un pretexto para eludir la reflexión sobre la permanencia de una ideología y de prácticas racistas. Pero el hecho que pocas personas entren en la lógica de la etnicidad en Cartagena, no significa que no exista una organización racial de la sociedad. Dicho de otra manera, quizá no haya afrocolombianos en Cartagena pero sí, hay negros, morenos y blancos; quizá no exista una cultura africana específica, pero sí hay estatutos diferentes a causa del color; quizá no tengan mucho futuro las políticas multiculturales, pero sí, la jerarquización socio-racial de la ciudad que sigue siendo un “impensado” en el imaginario contemporáneo.
Conclusión
Finalmente, con estos dos relatos míticos (el de San Pedro Claver y el de Benkos Biohó, el que piensa la relación con el otro en una lógica de asimilación, de homogeneización, de producción de una supuesta armonía racial, y el que ha sido escrito por las víctimas que se convirtieron en cimarrones, haciendo énfasis en la heterogeneidad de una historia en blanco y negro), que son dos maneras de encerrar a los individuos dentro de una sola comunidad de pertenencia -la de ciudadanos o la de grupo étnico-, la “invisibilidad” recae en la mayoría de la población, que no se reconoce en ninguna de las representaciones que se hace de la ciudad y de su población . Uno podría preguntarse ¿quien es invisible? ¿No será que el multiculturalismo actual permita la “visibilización” de un grupo reducido, el que entró en la lógica étnica, mientras que la mayoría cae en una invisibilidad que nunca había conocido antes? Mientras se hace énfasis, de manera exclusiva, en el rescate de la cultura afrocolombiana, en las huellas de africanía y en la construcción de una identidad diferente, se olvida la imposición de un discurso hegemónico que valora lo más blanco y la permanencia de la inferiorización y de la marginalización de lo más negro. Así pues, el multiculturalismo no pone en cuestión la jerarquía socio-racial y se sigue utilizando las identificaciones raciales incluso cuando se trata de salir del estigma contra lo negro.
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BIOGRAFÍA ELISABETH CUNIN Investigadora. Socióloga de la Escuela Normal Superior (departamento de ciencias sociales y económicas, París) y de la Universidad París I; doctora en sociología de la Universidad de Toulouse Le Mirail (2000). Fue profesora asistente en el Instituto de Altos Estudios para América Latina (IHEAL) en la Universidad de París III (1999-2001) e investigadora con el Instituto Francés de Estudios Andinos en Bogotá (2002); recientemente fue incorporada al Instituto de Investigaciones para el Desarrollo (Institut de Recherche pour le Développement, IRD). Es invesigadora asociada al programa internacional “Identidades y Movilidades. Las sociedades regionales en los nuevos contextos políticos y migratorios” con el IRD (Francia), el ICANH (Colombia) y el CIESAS (México). Ha publicado el libro Identidades a flor de piel. Lo “negro” entre apariencias y pertenencias: mestizaje y categorías raciales en Cartagena (copublicación IFEA-ICANH-Uniandes-Observatorio del Caribe Colombiano) y varios artículos en revistas colombianas y francesas (Aguaita, Virajes, Revista Colombiana de Antropología, Beyond Law, Análisis Político, Cahiers des Amériques Latines, Sociétés Contemporaines, Problèmes d’Amérique Latine).