Se habla mucho de que estamos en vísperas de un acuerdo político, del que se asegura pondrá fin a la crisis actual. Se afirma que será esta semana y se conjetura mucho sobre sus alcances. Puede ser cierto o puede que no lo sea. En todo caso, el sacrificio realizado por el pueblo – las muertes, los atropellos, las detenciones, los abusos, el costo económico y social en estos tres meses de lucha- demanda compromisos efectivos y transparentes. No puede ser un acuerdo que toque sólo los intereses de unos pocos y deje a la deriva los de la mayoría. Al contrario, es precisamente la consideración de los derechos generales lo que debe constituir el criterio adecuado y fundamental para la suscripción de un acuerdo. En ese sentido no se pueden esperar sólo compromisos políticos y electorales en una crisis que también es económica y social. Cuando se deja sola a la política tradicional y sus protagonistas aparecen la corrupción, los intereses particulares y el clientelismo, y se retoman los ingredientes que dan como resultado las decisiones equivocadas.
Conviene recordar que este ha sido un golpe de Estado de un modelo de poder que genera riquezas para unos a costa de crear mayor desigualdad, inequidad y pobreza para otros. El marco legal que se reclama restituir no se limita al retorno de Manuel Zelaya a la Presidencia, sino el que ordena la realización progresiva de los derechos políticos, económicos, sociales y culturales de toda la sociedad; no de un pequeño sector privilegiado. En esencia se trata de sentar las bases de una transformación real, con pasos y objetivos a corto y mediano plazo. Eso es lo complejo de esta negociación, pero también lo impostergable.
El propósito no debe ser retornar al estatus quo de la Honduras previa al 28 de junio, sino avanzar, o ¿acaso hemos tenido una sociedad tolerante, solidaria, plural, deliberativa, objetiva en el análisis de sus problemas, proponente para enfrentar los desafíos, respetuosa de los derechos de los demás, sincera respecto a los propósitos de nación, reflexiva, abierta a las ideas, donde nos reconocemos los unos a los otros en la misma dimensión de los derechos, con identidad nacional, con sentido de pertenencia, práctica y coherente en el abordaje de nuestros problemas?
El golpe puso en evidencia que la imagen de democracia que proyectábamos como nación no era cierta y que la transición constitucional iniciada en 1982 falló en la construcción de un Estado de Derecho democrático, con una institucionalidad sólida e incluyente. Su ausencia es lo que explica el conflicto, la ruptura del orden constitucional, la confrontación, el irrespeto a los derechos, la decadencia social, la fragmentación y desintegración. Por muy radical que podría haber sido el discurso del Presidente Zelaya, jamás explicaría por sí mismo el estallido social de los pasados meses. Hay mucho cinismo en quienes se asustan de la polarización existente, cuando el modelo de dominación en Honduras se fundamenta precisamente en la ausencia deliberada de cohesión social. Ninguno de los mecanismos clásicos de la cohesión funciona en el país, ni la educación, ni el trabajo, puesto que la carretera de la movilidad social está bloqueada.
Esa desintegración, que asume expresiones ideológicas y políticas concretas, es la que ha ido acumulando grados de tensión e insatisfacción tan altos que de alguna manera explican la fractura extrema que tenemos, y eso es clave recordarlo porque relativiza el papel de los protagonismos personales o de mecanismos de convocatoria colectiva como los procesos electorales.
La crisis de la sociedad hondureña es coyuntural pero también estructural y por eso se revela multidimensional, pero en esencia si no tomamos medidas para empezar a resolver el tema central de las desigualdades, exclusiones e inequidades, cualquier pacto o acuerdo será temporal e inestable. Es más, mientras más alejado estén los arreglos de las raíces del conflicto, más desaprovecharemos esta oportunidad histórica de transformar al país, como ya ocurrió después del impacto del huracán Mitch en 1998.
Las biografías personales de las elites de poder y de las bases sociales en resistencia son tan diferentes, tan disímiles, que la brecha es imposible de cerrar de manera cosmética o superficial. La intensa dinámica de protesta de los últimos cien días no ha sido provocada por una oposición política y social vertebrada, con programas y proyectos claramente identificables e ideológicamente sólidos. Ese tipo de oposición, hasta ahora, no ha existido en el país. La mayoría de los hondureños y hondureñas en resistencia han sido movilizados por una acumulación silenciosa de humillaciones, de abusos en su contra, de frustraciones y esperanzas fallidas, pero también por el deseo de contar con un mejor país. Es la decisión personal que al sumarse a otras se convierte en una decisión social. Esta no es la rebelión que la izquierda tradicional aguardó por años; más bien le ha estallado en sus manos. La palanca que la impulsa es la inconformidad que nace de las injusticias objetivas, las que se palpan cada día en la violación consuetudinaria de los derechos más elementales. Cada quien, a su manera, con mayor o menor grado de entendimiento, anda en la cabeza su propia deuda social por reclamar. Los que combaten este estallido a fuerza de dictadura son, paradójicamente, quienes lo han originado y estimulado, y que niegan reconocer su responsabilidad histórica. El problema es que sin sentido de culpa, tampoco puede existir arrepentimiento y a la mesa de negociaciones acuden pensando que siempre tuvieron la razón y que el pueblo es el equivocado. Esa es la mentalidad que busca ganar tiempo a las elecciones, no resolver la crisis. El Golpe de Estado confirmó que lo verdaderamente pétreo en nuestra sociedad no está en la Constitución, sino la mentalidad de una clase gobernante que se espanta ante el reclamo de cambios y no quiere ceder ni un milímetro de sus privilegios.
Ante ese muro de indiferencia, lo que el pueblo en resistencia ha tratado de impulsar no es ni siquiera una revolución o que le quiten a los ricos sus fortunas; es más bien un reclamo generalizado a favor de la equidad y la justicia, que la institucionalidad funcione y se respete, y que se restablezca la frontera entre lo público y lo privado; que lo público sea público y lo privado; privado. Que la corrupción, en fin, deje de ser la pandemia que desnaturaliza al Estado y pervierte el rumbo de nuestra sociedad. Es la demanda de modernidad política frente al atraso secular. Obviamente, se requiere más de cien días de lucha y nuevos liderazgos para lograrlo; sin embargo, cualquiera sea el contenido del pacto o acuerdo que se llegue a suscribir, Honduras entró a un proceso de revisión de sí misma. Los cuestionamientos son diversos, empezando por los conceptos fundacionales de “patria” y “democracia”. Sólo se puede entender como “patria” el lugar donde se reconocen los derechos y por “democracia” el ejercicio pleno de la ciudadanía. Ahí puede nacer el acuerdo o el desacuerdo, como antes lo ha sido hablar de “golpe” o “sucesión”.
Seguramente no será fácil para la Resistencia –y hablo de su dirección- abordar el tema de estas negociaciones y adoptar las decisiones correctas. Seguro que está viendo al interior de su alianza con otros grupos, precisando sus fortalezas y debilidades, sus grados de coincidencia o desacuerdo (incluyendo el tema electoral), determinando si Mel Zelaya hablará por ella o tendrá su propia voz. No será fácil, además, porque las reuniones ya están en marcha, porque al asumir la representación de muchos tiene que tener un criterio público y porque no hay defensa real de los intereses del pueblo que no sea ética. Es posible que haya quienes af
irmen que más que ética lo que debe imperar en la Resistencia es el pragmatismo y que este conflicto debe concluir porque entró a su fase de cansancio, pero se debe desconfiar de quienes hablen así porque lo ético –y vale la reiteración del término – es innegociable; si se pierde ese valor o no se tiene, en cualquier momento el poder compra. El reto es ganar autonomía, crecer como movimiento plural pero con unidad de objetivos y sentar las bases de una nueva convivencia democrática. La que no hemos tenido. Desde la Resistencia nadie quiere un país destruido; al contrario, lo sueña fuerte. Ahí es donde cobra mayor sentido la propuesta de elegir una Constituyente, y también la de contar con una agenda de reformas sustanciales de Estado –un acuerdo político, económico y social- que garanticen previamente que una convocatoria de esa naturaleza no sólo sea posible, sino democrática. El pueblo hondureño quiere un proyecto de país, pero antes de eso reclama cambios concretos que le ayuden a mejorar sus condiciones de vida y refuercen su sentido ciudadano de pertenencia a esta nación de todos y todas.
– Manuel Torres Calderón es Periodista de El Inventario.