El cementerio fué profanado por quienes usurparon las tierras de la gente de Curvaradó, y hasta sobre los muertos sembraron palma. A los campesinos les dió la razón la justicia y el gobierno. Pero los usurpadores tienen un poder de facto que impera en la región
Cien Mil hectáreas de palma era lo que quería sembrar Vicente Castaño en Urabá y Chocó
Lo peor que a sus 65 años le puede pasar a Ramón Salinas es que no lo puedan enterrar en el cementerio de su pueblo, Andalucía. «Ya lo he aguantado todo -dice, mientras le da débiles golpes a una palma con su machete- me quitaron la tierra, me derrumbaron el pueblo, me mataron un hermano, me amenazaron, me desplazaron y hoy me tienen aguantando hambre». A Ramón no le gusta decir quiénes son los culpables. Se confunde. A veces menciona a «las águilas negras» o a los paramilitares o a los palmicultores. Le da igual.
Lo único que Salinas pide, es que se cumpla la orden que dio la Corte Interamericana de Derechos Humanos y el gobierno colombiano de que le devuelvan el lugar que hace 45 años ayudó a fundar. Su pueblo y su cementerio.
Su drama comenzó en 1997 cuando, en medio de la guerra entre el Ejército y la guerrilla, él y sus vecinos de entonces fueron parte de uno de los más grandes desplazamientos forzados que se han documentado en la historia reciente del país. Se calcula que 15.000 personas del bajo Atrato tuvieron que dejarlo todo por salvar sus vidas. Con los combates también llegaron los grupos paramilitares, las amenazas y las muertes.
Ramón lo dejó todo. Su casa, sus sembrados de maíz y yuca, y sobre todo su historia. Después de que le asesinaron a un hermano, y de que lo intentaron matar a él, huyó con su familia hacia el Urabá antioqueño. Durante cinco años el miedo lo tuvo literalmente encerrado en una casa. Casi una década después del desarraigo, Ramón supo que la gente de Andalucía trató de regresar a sus tierras y le dijo a su esposa que la decisión ya estaba tomada, que los combates y las amenazas habían menguado, que ya era hora de dormir en Chocó. Pero cuando llegaron se encontraron con la sorpresa de que su pueblo había sido demolido y en vez de casas había palma africana. Incluso, los muertos del cementerio habían servido como abono para el megaproyecto agrícola.
Varios de sus pobladores, decepcionados y rendidos, optaron por no volver. Sólo un par de cientos, incluido Ramón, continúan resistiendo. Hoy viven en casas improvisadas de paja y de madera, en medio de las palmas; algunos -con medidas cautelares de protección dictadas por la Corte Interamericana de Derechos Humanos- prefieren estar en las zonas humanitarias creadas por ONG nacionales y extranjeras. Si bien ya no se ven buldóceres ni grupos armados ilegales patrullando por la selva, las amenazas y las muertes continúan.
Hace tres meses asesinaron a Walberto Hoyos, líder de Curvaradó y testigo a su vez de la muerte de otro líder, Orlando Valencia, un par de años atrás. Walberto murió por los disparos de dos hombres poco después de abandonar una reunión de la comunidad en la zona humanitaria de Caño Manso, también en Curvaradó. Antes de matarlo, los dos hombres se llevaron los teléfonos móviles utilizados por los miembros de la comunidad para alertar a las autoridades en caso de emergencia. Poco después de abandonar el lugar, regresaron, agarraron el cadáver, lo pusieron boca arriba y le dispararon en la cara y el cuello de nuevo antes de huir en motocicletas sin placas. Ledys Tuirán, testigo de esa muerte, ya fue amenazada hace algunas semanas y hoy está bajo medidas de protección. En total, hay ocho personas de la comunidad en esta misma situación.
Lo más paradójico es que el gobierno, en varias oportunidades, ha certificado que esas tierras pertenecen a las comunidades negras de la zona. Bien sea por presión de Washington, de las denuncias de ONG internacionales y nacionales, o por la razón que sea, el aparato estatal se movilizó y tras varios años definió los linderos de lo que les pertenece a las comunidades de la zona. Y definió que más de 29.000 hectáreas que son de ellas, están ocupadas de forma ilegal por empresarios, 7.000 de las cuales están sembradas con palma. Cultivos que en algunos casos recibieron subsidios oficiales, que gozan de protección de la Fuerza Pública, y cuyos dueños están siendo investigados por vínculos con grupos paramiltares.
Toda la determinación del Estado se concentró en una medida que debía tomar la inspectora local de Policía, para amparar la propiedad de sus legítimos propietarios. Pero la funcionaria no admitió la orden pues, amparada en una interpretación jurídica, consideró que la medida era extemporánea pues la norma prevé que este tipo de desalojo se dé hasta máximo 30 días después de que ocurran los hechos. Esta lectura está en contravía de la que hacen organismos de control como la Procuraduría, que consideran que ante la protuberancia de un hecho como este, la medida no se agota. Esta visión es compartida en altas instancias de algunas carteras, como la de Agricultura. Incluso SEMANA conoció que en este Ministerio se ayudó a estructurar una tutela contra la Fuerza Pública para que cumpla con lo que el Estado ha dicho: que esas tierras son de sus antiguos habitantes y no de los palmicutores.
No es casual, entonces, que cada vez que Ramón sale de su casa busque blindarse al hacerlo en compañía de miembros de organizaciones no gubernamentales. Y uno de los lugares que menos le gusta visitar es el cementerio de su pueblo. O lo que queda de él. En diciembre, junto con otros dos nativos, accedió a hacer un recorrido con SEMANA. El paisaje, más que funerario, es desolador y ruinoso. Los empresarios de la palma no sólo derribaron todo el pueblo de Andalucía, sino que también utilizaron el terreno del cementerio donde estaban enterradas 60 personas. Hoy no se distingue ni bóvedas, ni cruces, ni ataúdes. Sólo sus restos y, encima, las palmas. Hasta hace pocos meses también quedaban algunas prendas de los cadáveres y sus huesos pero en noviembre, en un acto simbólico, decidieron reenterrarlos.
Mientras Ramón va señalando con su machete el lugar de las tumbas de las personas que aún recuerda, los mosquitos y el olor a estiércol hacen imposible permanecer más de 15 minutos en el lugar. «El problema es que los vecinos del cementerio son los repobladores y allí no más hacen sus necesidades», dice al referirse a los trabajadores de las empresas que han levantado viviendas de madera y plástico negro a pocos metros de las tumbas.
El panorama es muy similar durante el recorrido que hay desde el cementerio hasta el lugar exacto donde quedaba Andalucía. Las únicas casas visibles de la zona son las de los ‘repobladores’ que conocen a Ramón y a sus compañeros. Es una convivencia obligada por las circunstancias. No se hablan.
Visitar Andalucía es aún más desgarrador para Ramón. Él, que ahora tiene las manos cansadas, recuerda haber hecho convites con los vecinos para construir la escuela y el centro de salud. Sólo unas cuantas tejas renegridas y tres o cuatro columnas de madera que aún se sostienen en medio de las palmas, son la única señal de que allí hubo un pueblo con más de 200 personas.
En medio de la caminata Ramón se echa a llorar. Lo hace en silencio para que sus otros compañeros no lo noten: «Me da tristeza… eso es todo». Al igual que él, los otros dos hombres que lo acompañan saben exactamente dónde quedaba cada construcción: «Allí, donde está esa palma, quedaba la iglesia. En aquella otra era mi casa», dice uno de ellos, casi simulando un juego de adivinanzas.
Una vez de regreso a la zona humanitaria, por hoy su casa y donde aún esperan buenas noticias, Ramón cuenta que cada visita a su pueblo, así le aflore la
tristeza y lo deje cansado, le sirve para seguir resistiendo. «Vendrán más amenazas -dice- y tal vez sigan sembrando más de esas palmas, pero no tengo y no quiero tener otra opción. Esta es mi tierra y quiero construir de nuevo mi pueblo».