Por: César Rodríguez Garavito

Y son francamente alucinantes las propuestas que surgen de semejante desconocimiento, como la de hacer por internet las consultas con estas comunidades, que lanzó el ministro Restrepo sin reparar en que muchas de ellas no tienen ni electricidad. De modo que, para mejorar las consultas, hay que seguir despejando los mitos sobre ellas.

Primero, no es cierto que el Estado esté “semiparalizado” por culpa de las comunidades étnicas. Lo que hay es una parálisis interna del mismo gobierno. Por descoordinación entre el Ministerio de Minas y el del Interior se han desperdiciado los dos años que dio la Corte Constitucional para consultar el nuevo Código Minero. Por la constante rotación de funcionarios se despilfarró la experiencia de la consulta del decreto ley sobre víctimas indígenas, que mostró que es posible lograr acuerdos cuando se hacen bien las consultas. Por incompetencia o falta de voluntad política, los gobiernos llevan 15 años sin profesionalizar los procesos de consulta, desde que la Corte hizo las primeras advertencias en el caso de la construcción de la represa de Urrá, que dejó al pueblo embera katío al borde del colapso.

Segundo, es falso que haya corrupción generalizada. Quienes hemos estudiado consultas por todo el país, sabemos que las organizaciones étnicas representativas (ONIC, CRIC, PCN, Cimarrón y otras) nunca han entrado en el juego del clientelismo. Y que éste ha sido alimentado desde los mismos gobiernos, que con frecuencia prefirieron la vía rápida de los favores a líderes corruptos, como algunos miembros de la antigua Alta Consultiva de Comunidades Negras.

Esa ha sido también la lógica de las empresas en la consulta: negociar el precio del consentimiento. Un ejemplo entre muchos: quienes señalan a las comunidades étnicas de chantaje olvidan la reciente denuncia de expertos como el exministro Manuel Rodríguez, que indicaron que Cerrejón andaría prometiendo chivos y obras públicas a cambio de la firma de los wayuu a favor de la desviación del río Ranchería, para explotar carbón bajo su lecho.

Tercero, ha hecho carrera el mito de que indígenas y afros exigen suculentos viáticos y almuerzos, y pagos para costosos asesores externos. La realidad es muy otra, como lo habrían visto los periodistas si hubieran asistido a una reunión de consulta. Si no quisieran salir de Bogotá, podrían acercarse a los modestos hoteles del centro capitalino donde se hacen las consultas de leyes, para corroborar que lo que predomina es el sancocho, y que los pueblos étnicos trabajan con las uñas o con asesores voluntarios o temporales, que contrastan con la plantilla de abogados de ministerios y empresas.

Pero tal vez la imprecisión más injusta es que las consultas oponen el “interés privado” de los pueblos étnicos al interés público. Todo lo contrario: si no fuera por la consulta, el interés público de la preservación del medio ambiente hace rato habría sucumbido al interés privado de empresas como la Drummond, con los efectos que están saliendo a flote, literalmente, en la bahía de Santa Marta.

Ante la falta de regulaciones ambientales y culturales serias, la consulta ha sido el único riel para la locomotora minera. En lugar de desmontarlo con propuestas disparatadas, hay que fortalecerlo con protocolos claros, presupuesto adecuado y funcionarios especializados que apliquen, por fin, la Constitución, los tratados y los fallos judiciales.