Por: EDITORIAL EL TIEMPO
Las consultas previas son un mecanismo, necesario para la democracia, que corre el riesgo de perder legitimidad de no superarse vacíos en su aplicación.

Conciliar los derechos y los intereses de las minorías con el bien común es un reto frecuente para cualquier democracia y en particular para aquellas que, como la colombiana, cuentan con una Carta política que es clara al establecer el deber estatal de reconocer y proteger la diversidad étnica y cultural de la nación.
La dificultad para cumplir con este mandato constitucional se ha hecho evidente en las últimas semanas con el estancamiento de iniciativas de gran importancia, entre ellas el anunciado proyecto de ley de desarrollo rural, justamente por no contar con la aprobación de comunidades indígenas y afrodescendientes a través de la consulta previa.

Otra cantidad de obras de infraestructura e incluso de programas de investigación han corrido con la misma suerte, como lo mostró este diario el pasado domingo. Tal estado de cosas ha generado, como era de esperarse, un intenso debate.

Mientras, de un lado, algunos acusan al Gobierno de no facilitar los medios para que las comunidades ejerzan este derecho, fijando obstáculos mediante trámites engorrosos y omitiendo su deber de acompañar mecanismos de tal índole, desde la otra orilla se ha hablado de dilaciones injustificadas, tanto como de un cierto interés en sacar un provecho individual de estos procesos, que solo buscan el bienestar de las colectividades.

Pese a que esta figura existe desde que el país firmó el Convenio 169 de la OIT y lo incorporó a la legislación mediante la Ley 21 de 1991, han sido muchos los vacíos normativos a la hora de aplicarla, en la medida en que el texto guía se ocupa de principios y conceptos más que de procedimientos. Así, diversas sentencias de la Corte Constitucional referidas a casos puntuales han dado algunas luces al respecto, mas no suficientes.

Es en este pantano donde hoy reposan iniciativas de vital importancia, como el nuevo código minero o la ley que reforma las CAR, aparte de la mencionada de desarrollo rural. Las tres, valga señalarlo, además de servirle al país, representan, de igual forma, un beneficio específico para los pueblos que quieren participar en su formulación.

El riesgo es que cuanto más tiempo permanezcan, mientras más se enrede la pita, mayor será la probabilidad de que pierda legitimidad y gane animadversión una herramienta con muchas más virtudes que defectos.

La consulta previa es necesaria para garantizar los derechos de los pueblos que recurren a ella, pero también, entre otros, para proteger el medio ambiente y, por esa vía, salvaguardar intereses que trascienden los de los grupos involucrados. Dicho de otro modo, permite a las locomotoras andar sobre terreno seguro. Posibilita, además, enriquecer las nuevas normas con perspectivas diversas, haciéndolas más legítimas.

Ya estando claro que el problema no radica en el mecanismo, hay que concentrarse en su aplicación. La salida de este nudo gordiano es por la vía de las reglas claras, que eviten escenarios como el que ahora se vive y que blinden los procesos de distorsiones y desviaciones injustificadas, tanto en las consultas de iniciativas legislativas como en aquellas entre privados y comunidades.

La hoja de ruta debe incluir una ley estatutaria o, en su defecto, protocolos acordados en forma conjunta, que no dejen duda sobre cuáles deben ser las instancias, los términos y los procedimientos. Las partes interesadas deben ser conscientes de la responsabilidad que les atañe y establecer con el mayor rigor y sin demoras a sus representantes. Si se obra así, si finalmente se cuenta con una normativa sólida, el bienestar de las minorías quedará, ahora sí, y por mucho tiempo, sintonizado con el bien común. Ese es el objetivo.