No sorprende que esta reconciliación tan indigna haya estado escoltada por una pléyade de lo más granado de la intelectualidad de izquierda.
 
Hace unos días, en un consejo comunal de Popayán, el presidente Uribe entregó los cheques a las primeras víctimas que iban a ser reparadas por la vía administrativa y, de refilón, le pidió perdón al país. Y digo de refilón, porque así nos sonó ese perdón a muchas víctimas: demasiado forzado, vergonzosamente parco y sin trascendencia.

 
Demasiado forzado porque viene de un Presidente que acaba de hundir la ley de víctimas; la misma que reconocía el derecho a la reparación de las víctimas de agentes del Estado que a él tanto le disgustó. Y poco convincente porque Uribe no acepta ni siquiera la existencia de un conflicto en el país; y como, según su dogma, aquí no hay conflicto sino una guerra del Estado contra el terrorismo, en Colombia no hay víctimas sino patriotas que caen ofrendando su vida. Un régimen que ni siquiera reconoce la existencia de los desplazados, que son las víctimas más desatendidas que ha dejado el conflicto en el país -el régimen les llama «migrantes», aunque en realidad para muchos en el poder son principalmente colaboradores de la guerrilla-, difícilmente puede pedirles perdón de manera sincera.
 
Pero también ese perdón resulta vergonzosamente parco porque fue hecho en seco, sin mayor reflexión sobre lo que nos pasó y nos sigue pasando; sin mayor explicación sobre los procesos históricos que intervinieron y sobre la culpabilidad del Estado colombiano en 40 años o más de conflicto. Y sin trascendencia porque fue un acto sin mayor difusión, que pasó sin pena ni gloria, como si se tratara de un discurso más en un consejo comunal. No se interrumpió la programación de los dos canales como suele ocurrir cuando Uribe quiere hacer un pronunciamiento de calibre ante la opinión. Todo lo contrario a un «hecho histórico», como apresuradamente lo catalogó Eduardo Pizarro, auriga máximo de ese elefante blanco en que se ha convertido la Comisión Nacional de Reparación, hecha más para atalayar a una pléyade de intelectuales de izquierda como él, que para reparar a las víctimas. En esa comisión el gobierno logró neutralizar a los intelectuales de izquierda más reputados y allí terminaron de burócratas no sólo Eduardo Pizarro, sino Ana Teresa Bernal, Patricia Buriticá y hasta Gonzalo Sánchez, por nombrar sólo algunos de los más prestantes.
 
Ellos terminaron cooptados para nuestro pesar y el de la academia, pero a las víctimas de este país les quedaron debiendo todo: la reparación de las tierras, que hasta ahora ha sido un estruendoso fracaso -después de casi cuatro años de la Ley de Justicia y Paz han anunciado la creación de unas comisiones regionales de restitución de tierras que van a ser instaladas con todo el bombo del caso y van a ser prácticamente inofensivas porque no tienen dientes para acometer nada-; la de la memoria, imposible de acometer porque no hay consenso ni siquiera en la génesis de nuestra violencia -entonces es cuando la memoria oficial se impone sobre la verdad de lo que nos sucede-. Su gran mérito es haber tasado el dolor de las víctimas en un monto económico, como si la entrega de limosnas -cada víctima puede recibir un promedio de 600.000 a un millón de pesos- fuera la única manera de acallar su derecho a la reparación integral.

Lo que a uno no le sorprende es que esta reconciliación tan indigna y tan pacata haya estado escoltada por una pléyade de lo más granado de la intelectualidad de izquierda colombiana; y que ellos y ellas se hubieran distinguido más por su silencio que por sus denuncias, por su defensa del régimen que por su defensa de las víctimas. «Para la mayoría de las víctimas de este país la verdadera reparación ha sido la de haber encontrado el cuerpo de sus seres queridos en las fosas comunes que varios jefes paramilitares confesaron», le oí decir al comienzo de este proceso a Eduardo Pizarro. Frase desafortunada la del comisionado porque de ella se infiere que las víctimas en este país tenemos derecho a ser reparadas pero por lo más bajo. De esa frase infiere que las víctimas que sí tuvimos la ‘fortuna’ de recibir los cuerpos de nuestros seres queridos nos debemos dar por bien servidos.
 
Si la Comisión Nacional de Televisión fue creada para suplir el apetito burocrático de los políticos, la Comisión Nacional de Reparación fue creada para cooptar a los académicos de izquierda, quienes terminaron en el uribismo avalando sus dogmas en detrimento de las víctimas de este país. Es el fin de la Academia.

 

Por María Jimena Duzán