Kant: la utopía fallida. La satírica expresión con la que Kant tituló a su esencial ensayo sobre la guerra, La paz perpetua, albergaba una de las mayores (y acaso más cándidas) ilusiones que la Ilustración figuró para la sociedad moderna: la ilusión de que el tipo de legitimidad sobre la que se erigía la república dificultaría la tendencia (a diferencia de la que sostenía a la monarquía) de las estados nacionales a enfrascarse en guerras entre sí.
Escribe Kant hacia 1795: “La constitución republicana… tiene la ventaja de ser la más propicia para llegar al anhelado fin: la paz perpetua… He aquí los motivos de ello. En la constitución republicana no puede por menos de ser necesario el consentimiento de los ciudadanos para declarar la guerra. Nada más natural, por tanto, que, ya que ellos han de sufrir los males de la guerra –como son los combates, los gastos, la devastación, el peso abrumador de la deuda pública, que trasciende a tiempos de paz–, lo piensen mucho y vacilen antes de decidirse a tan arriesgado juego”. Kant era un filósofo lleno de esperanzas (o al menos quería imbuir con ellas al nuevo orden republicano que había emanado de la Revolución Francesa), no un iluso. En el mismo texto, se puede leer que una república oligárquica podría ser mucho más inclemente a la hora de la guerra que una monarquía. La razón, decía, era que un déspota moderno no tendría miramientos en reclamar para sí el derecho a abolir todos los derechos.
La historia dio la espalda a Kant y a la Ilustración entera, o al menos a su inocencia. La masacre que se llamó Primera Guerra Mundial provino de los democráticos votos del democrático gobierno que regía a Alemania en 1914. Y el Congreso de Estados Unidos, así como los de otras potencias, no se han cansado de aprobar conflagraciones desde que el mundo moderno tiene memoria.
Foucault, el malicioso. En su ensayo Kant no habla de la otra forma de la guerra que la modernidad trajo consigo: la guerra civil, la guerra entre conciudadanos. Su historia se remonta más allá de 1789, acaso al siglo XVII, a la rebelión con la que Cromwell intentó deponer a la monarquía inglesa. Pero fueron Robespierre y sus colegas quienes instauraron y codificaron la legitimidad de esta nueva versión de la política de las armas. A lo largo del siglo XIX, y una buena parte del XX, la guerra civil traía consigo un cese del orden democrático y de las garantías civiles. La mayor parte de las dictaduras modernas recurrieron al estado de excepción para poder combatir las rebeliones sociales y las disidencias políticas. Por eso afirma Foucault que en el mundo moderno la guerra no devino tanto una continuación de la política, sino que más bien la política devino una continuación de la guerra. Lo esencial era que la guerra civil se entendía como la antesala de la producción de un nuevo orden y no se presentaba como un simulacro de la democracia, sino como su necesaria negación.
La guerra incivil. A principios del siglo XXI parece haber surgido una nueva forma de estrategia de las armas: la guerra incivil. Al menos eso es lo que han intentado promover gobiernos tan distintos como los de Álvaro Uribe en Colombia, Felipe Calderón en México, José María Aznar en España y Silvio Berlusconi en Italia.
A primera vista se podría pensar que la comparación entre situaciones tan distintas resulta simplemente insostenible. Y, sin embargo, todas ellas parecen tener un rasgo en común. La guerra incivil que aparece como el empleo selectivo de las armas para combatir al narco o al terrorismo o a la inmigración clandestina como en Italia tiene la peculiaridad de que se desarrolla sin haber decretado el estado de excepción. No se decreta y sin embargo se ejecuta. Y quienes la encabezan aparecen con un simulacro del consenso democrático, o bajo el oxímoron de un autoritarismo democrático. Si Kant creía que la república tendría más dificultades para emprender la guerra porque requería del consenso de los ciudadanos, la guerra incivil parece demostrar el axioma contrario: la guerra puede ser un instrumento para obtener, aniquilándolo prácticamente, el consenso.
En México, la guerra incivil ha cobrado la vida de más de 10 mil mexicanos. La mayoría son narcos, se dice. La pregunta es: ¿dónde está escrito o permitido que a un narco se le puede matar sin más ni más? Un narco es un criminal. Y para actuar contra criminales existen procesos legales, penales y policiacos definidos. Y mientras el Partido Verde no llegue al poder, todavía no contamos con la pena de muerte (que requiere su propio proceso). La guerra incivil no hace más que producir la decadencia de todas las otras formas del derecho.
Ilán Semo
Colombia Plural