César Rodríguez Garavito
Cofundador de Dejusticia y coordinador del Observatorio de Discriminación Racial.
 En una misma semana, dos escándalos en Cartagena mostraron el anverso y el reverso del racismo en el país.

Una cara es la impúdica de los insultos, encarnada en la conductora que se despachó en improperios racistas contra un taxista mientras lo retaba a filmar el episodio “y tu cara para que vean que eres un negro h.p.”. Es la discriminación ocasional pero visible que acapara la atención de los medios y las redes sociales por caber en 140 caracteres y un video. La que se presta para una denuncia penal, ese remedio tan imperfecto pero espectacular que el Estado y la sociedad colombianas suelen aplicar a los problemas colectivos complejos para no intentar soluciones de fondo.

La otra cara es el racismo insidioso de los estereotipos, que se despliega a diario en los colegios, las oficinas y los espacios públicos. Se trata de una modalidad más frecuente pero menos notoria, en parte porque se oculta bajo el alero del discurso políticamente correcto. En tiempos de ley penal antidiscriminación, más vale discriminar con un pretexto, como el inverosímil de “combatir el embarazo adolescente” invocado por los concejales cartageneros que votaron por prohibir que los menores bailen champeta y otras danzas “que incidan en el contacto físico de tipo sexual y que hagan apología al sexo o a posiciones sexuales de algún tipo”.

Así como en 1921 el Concejo municipal prohibió ese baile de negros que es el mapalé, hoy quiere regular la champeta, una creación y un goce tan afrocartageneros que “negro” y “champetúo” son insultos sinónimos en la ciudad. El proyecto de norma que debate el Concejo no menciona la champeta, responde su ponente. Tampoco a la población negra. No hace falta. Porque todo el mundo sabe que la champeta se originó y se baila en las barriadas afro de la ciudad, desde Olaya hasta el Pozón, San Francisco o Nariño. Y porque el truco de este tipo de norma consiste en limitar los derechos de los discriminados con la excusa de regular a todos los ciudadanos, de una forma que refuerza los estereotipos y la desigualdad raciales.

¿Cuál es el estereotipo? Como muestra Barbara Ehrenreich en Bailando en las calles: una historia del goce colectivo, es el mismo que tenían los colonizadores y los misioneros blancos en épocas de la esclavitud: que el cuerpo negro es fuente de sensualidad, una sensualidad inmoral y subversiva que hay que reprimir y sancionar.

La música y el baile han sido desde entonces una forma de resistencia y de afirmación de la identidad de los afrodescendientes en todas las Américas. El derecho a usar su cuerpo era uno de los pocos que no les estaban totalmente negados. “No tengo nada/pero tengo mis ojos/tengo mi nariz/tengo mi boca/tengo mi sonrisa”, canta Nina Simone, poniéndose en la piel de sus ancestros esclavizados en EE.UU. Algo parecido hace el poeta cartagenero Jorge García Usta en “Salvación de un muchacho negro”, que recordó la columnista Gina Ruz: “Pero hoy es sábado/Se oyen músicas/Está llegando la noche/y yo, dios mío/Yo sólo tengo este cuerpo”. El mismo que quieren regular los políticos y los evangelistas de turno.

 

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