Por: Jaime Arocha
Tómado del elspectador.com

Hace diez días Daniel Valero, de el Tiempo, se empeñó en mostrar que hoy en día, mediante la consulta previa, los pueblos étnicos de Colombia paralizan iniciativas como las de la minería, las cuales —para algunos— son fundamentales para alcanzar el llamado desarrollo nacional.

Pese a que ese escritor indica cómo un problema central consiste en que el Estado aún no haya establecido unas reglas claras que orienten mecanismos avalados por el Convenio 169 de la OIT, escoge recalcar que “indígenas y afrodescendientes (son) las comunidades que más complejidad le han dado al proceso”.

Desde El Espectador Felipe Zuleta le hizo eco a este raciocinio, sosteniendo entre otras cosas que —debido a un “exceso de democracia”— a los indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta se les ha premiado aquella irracionalidad y egoísmo que paralizan proyectos hoteleros gracias a los cuales el país dejaría de correr “de culo pa’l estanco”.

El carácter racista de estos malabares semánticos es inocultable: Valero se escandaliza de que la consulta de una ley haya costado $4.000 millones correspondientes a los hoteles y la alimentación de los representantes de las minorías, pero opta por ocultar que esos dineros también hubieran servido para aceitar conciencias. Dentro de esa misma perspectiva, ninguna de las personas de ascendencia europea aparece como amoral, manipuladora o carente de altruismo.

Esta asimetría en la manera de denominar a la gente no es casual, si se la examina desde trayectorias nacionales e internacionales. Las primeras tienen que ver con la urgencia de crear nuevos enemigos en caso de que el proceso de paz con las Farc sea exitoso. De ahí la pedagogía que permita ir rotulando a esos enemigos. Las etiquetas de la inferioridad son fundamentales para hacer más expedito el ejercicio de la violencia por venir: reducen los márgenes de duda del victimario para oprimir el gatillo de todas esas máquinas de guerra adquiridas durante estos años, pero costosas de chatarrizar.

En cuanto a la trayectoria internacional, la activista india Arundhati Roy resalta el que ni el capital global ni las multinacionales de la minería están acostumbradas a que las hagan esperar. De ahí su aversión por mecanismos legales como los de las reformas agrarias y su opción por alternativas como la de la ‘Operación Caza Verde’, que ha logrado desplazamientos masivos de pobladores ancestrales de las selvas de India central. A esa operación la antecedió un relevante papel de medios cuyos dueños son las compañías mineras, los capitales globales o los políticos del Congreso. Lograron que la ciudadanía se apropiara del vínculo entre nacionalismo y progreso, estigmatizando a los musulmanes e incorporando a la cotidianidad ciudadana la ecuación “maoísta” igual “terrorista”.

Semejante estratagema mediática se basa en localizar la enemistad dentro de segmentos específicos de la propia ciudadanía, proyectando al mismo tiempo imágenes de líderes políticos y hombres de negocios sabios e infalibles. En nuestro caso, parecería que llegaremos a regocijarnos por la represión contra líderes afros e indígenas, mientras aplaudimos a los responsables de unos proyectos de minería que nos matarán de sed.