Por: Elespectador.com
Se oye decir, no desde hace poco tiempo, que la consulta previa con las minorías étnicas de este país se ha convertido en “el palo en la rueda” para el desarrollo social y económico de Colombia.

Es un dicho. No sólo de los funcionarios estatales y los empresarios interesados, que lo repiten bastante, sino también de la opinión dominante. Actitud que, de lado y lado, resulta discutible.

La consulta previa es un mandato constitucional y de derecho internacional que pide una sola cosa: consultar con las comunidades étnicas acerca de los proyectos que a ellas afectan. Un mandato expreso que tiene varios propósitos: el primero y más obvio es el reconocimiento, no sólo de la existencia de las minorías, sino del derecho que las asiste a defender su visión del mundo, hasta el punto de no aceptar alguna política pública. Mal haría un gobierno en imponerle a una comunidad un estilo de vida que riña con sus creencias o sus ritos ancestrales. Pero la consulta no sólo sirve para frenar proyectos, como ciegamente se cree (aunque a veces resulte verdad), sino sobre todo para enriquecerlos: ampliar sus contenidos, ofrecer salidas, mostrar las cosas desde otra óptica.

Esto en la teoría. En la práctica, sin embargo, es verdad que se ha convertido, muchas veces, en un foco de clientelismo, favores, mafias y negocios por parte de algunos representantes de las mismas minorías étnicas, en connivencia, por supuesto, con sus pares estatales. Se volvió un círculo vicioso que hay que romper pronto. Sin embargo, muy afanoso se ve el Gobierno en culpar al instrumento mismo y no a la práctica desviada. Y tiene afán, justamente, porque sus proyectos están quedados: la ley de desarrollo rural, la reforma de las corporaciones autónomas regionales (CAR), la reforma del Código Minero y el decreto de acceso a recursos genéticos y conocimientos tradicionales son iniciativas del Ejecutivo muy retrasadas en los tiempos legislativos.

Y se oye, repetimos, el dicho fácil de que la norma se ha vuelto “el palo en la rueda”. Pero no. El enfoque debe cambiarse. Parte de lo que hace buena a una gestión pública son los aprendizajes, no el avasallamiento de las barreras. Uno de esos aprendizajes, que ya debería estar memorizado (y que César Rodríguez nos lo recordó ayer en estas páginas), fue ese exitoso intento de incluir a las minorías dentro del decreto ley de reparación a los pueblos indígenas víctimas del conflicto armado, en una consulta previa que incluyó, organizadamente y por etapas, las visiones propias de las comunidades afectadas.

El argumento en contra podría ser el tiempo: ese proceso ocupó, para el presidente Juan Manuel Santos y sus ministros, un año entero. Si se quisiera ahorrar tiempo debería consolidarse una práctica protocolaria similar: depurar las organizaciones no representativas de las minorías, concertar mesas de negociación serias, fortalecer al Estado en estos temas, con gente capacitada para ello y que entienda la razón de ser de la consulta previa, entre otras medidas que el mismo Gobierno está en capacidad sobrada de formular.

Insistir en querer hacer leyes o modificar la esencia del instrumento de consulta previa es un error. Y lo es, mucho más, cuando se lo etiqueta como un freno para el desarrollo. Gracias a ese tipo de normas es que puede haber un desarrollo que redunde en el bienestar social de todos los colombianos, incluidas, por supuesto, las minorías. Atacarlo sería un retroceso inimaginable en cuanto a lo que se ha avanzado en términos de derecho y reconocimiento.

Olvidado en este debate está el dicho de que “la calentura no está en las sábanas”. Y sí. El tan mentado “palo en la rueda” está en otra parte bien distinta.