Salí conmocionada porque es una película sin mujeres.
 
Luego de ver la última película del director Ciro Guerra salí conmocionada por varias razones. Tal vez, ante todo, por la magia de la fotografía de Los viajes del viento. Cada una de las escenas de este peregrinaje nos lleva a un universo de tanta poesía, de tanta belleza, a menudo áspera y dura, a menudo casi irreal, que termina por justificar la escasez de diálogos y de palabras en la película. No hacen falta palabras porque ahí están los paisajes, habitados por estos hombres duros del Caribe y por su música, que es la que nos cuenta, a su manera, sus vidas, sus amores, sus nostalgias y sus anhelos.


El trabajo de Ciro Guerra nos explica mejor que cualquier discurso antropológico o sociológico la cultura caribeña, sin ninguna concesión de tarjeta postal. Me reencontré con la Serranía del Perijá, un destino tan lejano de los avatares del turismo y con las ciénagas salobres de la Costa, ya para entonces marcadas por una violencia que no parece terminar. Los viajes del viento es una película que cuenta una historia que, más que una historia, es la manifestación de una cultura a través de un viaje ritual, tal vez de iniciación, o de transmisión generacional de dos caminantes que necesitan cumplir una promesa.

Y salí conmocionada también porque Los viajes del viento es una película sin mujeres, una película absolutamente masculina. Y aun si la travesía de los protagonistas se desarrolla en 1968, me impactó el pensar que probablemente pocas cosas han cambiado en el Caribe colombiano. Ahí siguen estos hombres que no logran manifestar sus emociones, al menos de traducirlas en letras del vallenatos y borracheras de aguardiente y chirrinche.

Ahí están estos hijos e hijas buscando eternamente un padre; estas mujeres solas, víctimas de amores furtivos y pasajeros, que se volvieron madres en una noche de parranda, inmersas en una cultura tan patriarcal y al mismo tiempo tan maternalista, que todos ellos siguen pareciéndose a los estereotipos macondianos.
Hombres machos, cuyas innumerables descendencias se pierden en las arenas del Caribe, y mujeres madres solteras, a menudo a pesar de ellas, que siguen asumiendo estoicamente un rol que se repetirá a través de sus hijas. Tal vez es una exageración mía pensar que en 40 años poco han cambiado las dinámicas familiares del Caribe, pero creo que el verdadero tema de la película es la búsqueda del padre, un fantasma irremediable y aún vigente en esta región de Colombia.

Adolescentes, niños y niñas, todos huérfanos de padres, pueblan las imágenes de esta película, en la cual aparecen solo dos mujeres: una durante el festival vallenato en Valledupar, cuya mirada y silencio reclaman una paternidad perdida para su hijo, y la otra, al final, en la Guajira, rodeada de cinco o seis niños y niñas, todos en búsqueda de una paternidad sustituta, cuya deuda cumplida cierra la errancia del viajero. Está también el joven protagonista, casi aún adolescente, que seguirá fielmente esta figura paternal del hombre del acordeón, tal cual un Pedro Páramo perdido en el Caribe.

Esta es mi mirada de una película que me generó, y lo quiero reafirmar, muchas emociones estéticas, mucha admiración ante un trabajo fílmico impresionante, ante unas imágenes que me movieron nuevos deseos de caminar este extraño país que nunca llegaré a conocer del todo. Una película que me enseño más que la lectura de páginas de investigación sobre el Caribe. Hay que verla con una mirada dispuesta a dejarse sorprender por lo que nos cuentan estas imágenes pobladas de hombres, finalmente bastante solitarios, tal cual los hijos que sembraron a todo lo largo de esta región.

Florence Thomas
* Coordinadora del grupo Mujer y Sociedad

 

Tomado del Tiempo.com